Locomotive Breath



Después de unos doce minutos caminando en los que traté de decidir si tenia frío o calor, me siento en la parada del tren a esperarle con la intención absoluta de ensimismarme. He vuelto a escuchar a Jethro Tull (hace ya muchos años, Anderson!) y los acordes que alguna vez repasé en tablaturas reposeídas se me asoman por el rabillo del ojo — caminando por las calles de San Mateo ya moví los dedos de mi mano izquierda, soleando con Martin Barre, agarré una púa imaginaria... — me da una satisfacción tonta sentarme en el andén en el mismo momento en que escucho "Sitting on a park bench".
Allá atrás se ve el tren que viene lleno de gente apurada. Yo no, yo soy un perfecto oasis de tranquilidad zen. Voy tarde para la oficina pero no tengo ningún apuro. La verdad es que disfruto estos días en los que debo ir hasta San Francisco, sin carro, a trabajar. Me recuerdan los días en San José, en que caminaba hacia la universidad escuchando esta misma música. Todo bien.
Paso mi tarjeta, monto en el tren. Consigo un asiento en la parte de alante del vagón, cerca de la puerta. Pienso que será interesante ver quién se monta, quién se baja. Me divierto con la noción de mirar fijamente a alguna embarazada mientras no le cedo el asiento. 
El tren va avanzando por las ciudades de la península, una a una. No conozco estas paradas todavía, pero sé que la última es la mía. Por el altoparlante dicen algo y tengo que quitarme los audífonos para entender. La voz procede a explicar que nos vamos a saltar algunas paradas porque este es uno de los pocos trenes que tiene conductor, pero el que viene detrás nuestro es completamente automático y es un tren rápido, que no para ni por su abuela, sin embargo el tren que estamos siguiendo (también automático) hace cada una de las paradas. La voz se queja de no poder comunicarse con la estación. Sorry folks. Nos dice que haremos una parada y que el nos avisa qué debemos hacer. Que no olvidemos: si hay que bajar del tren, hay que esperar la colisión fantástica a al menos unos quince pies de distancia.
Yo escucho maravillado el anuncio, tensos los músculos haciendo el amago de salir del tren en cuanto para. Pero nadie a mi alrededor se inmuta. Todos miran ansiosos por las ventanas, algunos comentan entre ellos. Risas. Mensajes de texto. Pero nadie se para. Algunos pasajeros nuevos entran al tren. Repiten el anuncio. No queda duda de que podemos terminar la mañana en un sandwich de hierro.
Esta gente sabe lo mismo que sé yo. Trato de decidir si se quedan en sus asientos pensando que es una falsa alarma y que no hay nada de qué preocuparse o si realmente el peligro es real, pero vale la pena jugarse el pellejo por no llegar tarde a la oficina. No es mi caso: puedo llegar cuando quiera, por qué me quedo? Estoy fascinado con la situación. Ya puedo ver el tren como un acordeón. Emparedado por dos trenes, uno demasiado rápido, otro demasiado lento. Repaso las posibilidades: Nos quedamos sentados y todo sucede sin aviso. Chispas, vueltas, metales crujiendo y deslizándose por las calles de Millbrae, todos nosotros suspendidos y en cámara lenta, despedidos por el impacto hacia las ventanas, hacia las paredes y las puertas que ahora son navajas. Reviso los obituarios. Qué pondrán en mi muro de Facebook? Entonces pienso que es más probable que paremos en alguna callejuela de estas, sabiendo que el choque es inevitable. Que evacuemos ágil y minuciosamente todos los vagones y experimentemos el evento desde algún Starbucks, sopeteando un mocha mientras los vagones saltan y derriban las casas y las escuelas aledañas. Fuego, polvo, cuerpos volando en todas las direcciones. Algún cretino aplaudirá desde la cafetería cuando al fin se detengan los fierros: Bravo!
Encantados en ese morbo llegamos a la última parada. El tren no chocó. Bajamos de los vagones caóticamente evitando vernos las caras. Sé que todos fantaseamos con lo mismo brevemente, algunos con miedo, otros con alivio. Ahora las circunstancias extenuantes de nuestra muerte colectiva quedan relegadas a una fantasía macabra con la que tendremos que vivir por el resto del día; suficientemente fuerte para movernos de nuestro centro zen, pero no para justificar faltar al trabajo.
Repaso los eventos pensando cómo exagerar lo sucedido.
Debo andar un poco más.
El piano y la guitarra eléctrica florean en un blues y mientras camino hacia la oficina, resignado, tarareando con Ian Anderson: "In the shuffling madness, of the locomotive breath..."

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