Las faltas




"Oh, she's gone, I know she won't come back
I've taken the last nickel out of her nation sack
You better come on in my kitchen
It's goin' to be rainin' outdoors"


— Robert Johnson

El sol se pone despacio sobre las calles sonámbulas de Sydney. Al doblar ciertas esquinas se ve tan de frente que no tengo otra opción que esperar el verde del semáforo para cruzar la calle: no veo si vienen carros. Esta ciudad esta sobre una loma a veces y — desde aquí arriba — es difícil saber si se pone él o nos ponemos nosotros.
He pasado el día montando de ferry en ferry, de la playa a las rocas de Manly; me senté, como buen turista, a admirar el verde azulado del mar y el musgo, tragando arena del viento y pensando en tiburones. Ya asalté al chofer del Uber con las preguntas obligatorias y escuché el cuento aquel de la avalancha en Nueva Zelanda. Me cuidé de subir al puente, aun con el arnés y con los guías y supe que en Taronga, de noche, te dejan tocar la piton, aunque te suene raro.
Ahora busco terrenos más familiares. Camino por George Street, acompañado de dos viajeros (que andan solos, como yo). El cansancio me envuelve en la mezcla dulce del entumecimiento, el velo en los ojos y el bamboleo del avión que no me logro quitar de encima. Frente a la puerta del edificio de Reina Victoria me alcanzan y me sueltan un dato:

— Aquí hay una cápsula del tiempo.

— Y eso, que cojones sera?

Hacer preguntas sin esperar respuesta se me ha hecho grato últimamente. Anoche, por ejemplo, pregunté cómo se celebraba el año nuevo judío y — sin exigirlo — me respondieron con semillas de granada y pan redondo con miel. Desde entonces descubrí de nuevo a Sydney, que me recordó que no en todos lados se esta tan mal. La descubrí desde un balcón, después de haber caminado hasta la ópera, incluso y se me presentó como los dibujos de tiza que hice en la casa de Agramonte, con la bola de Epcot y la Estatua de la Libertad: grande, fantástica y hermosa. Pero esta vez tenia aletas y espinas, un arco esquelético y un sol rojo sin defecto. Desde ese balcón pensé que nunca iba a poder contarle a nadie lo que estaba viendo. Tomé la foto de rigor, si, pero cómo explicar el rayo rojo entre las vigas del puente, la brisa caliente de primavera australiana y el flujo de conciencia borracho de salitre y luz anaranjada? Qué pocas opciones nos da el lenguaje!
Frente a ese edificio del siglo XIX, con el friíto del atardecer me sobrecogió esa imagen. Pensé que ese debe ser el punto de la cápsula: una jaula metafísica para la foto inexplicable.
Tomamos un taxi hasta Darling Harbour que, ya nos explicó la señora anoche, es una trampa para turistas. Pero a nosotros que (enfrentémoslo: no somos de aquí) estamos tan hambrientos del país de Nemo no nos intimida eso. Caminamos malamente hasta un restaurante y nos sentamos a ver la gente pasar y a comer canguro.
Yo no puedo dejar de pensar en la cápsula del tiempo y en todo lo que ya le puse. Me pone un poco triste que nada mío va a estar contenido en ella el día que la abran, que nadie va a recordar la visión angelical desde el balcón del año nuevo judío en Milton Street, que de no ser por mi, ese momento pasó para siempre. En mi mesa se habla de trabajo, del fin de semana, de la utilidad de la propina, pero ya he visto Reservoir Dogs muchas veces.
Con dificultad logro hablar del libro que estoy leyendo y desde ahi aprovecho para contradecir a Aristóteles. Ojos grandes cuando digo que el propósito de la vida es, tal vez, el propósito. Pupilas buscando un punto lejano cuando aseguro que la felicidad esta sobrevalorada. Dedos doblando servilletas cuando digo que casi nunca somos felices. En un teléfono se explora Facebook sin leer realmente nada. A quién le toca pagar ahora? Quedamos reducidos a una masa boba de tendones buscando no morirse, aunque sea a costa de genes y matemáticas.
Camino despacio un rato después hasta el hotel para enterrarme solo en un disco de Robert Johnson. De ahi sale todo, si no cuentas a África, supongo. En la ventana tiritan las luces de los edificios de Sydney y poco a poco, una tras otra, como por inercia de van apagando algunas. “I went down to the cross road” dice y yo cierro los ojos tratando de regresar al aire caliente de mar subiendo por las calles en ese momento en el que se me olvidó el cansancio y no estaba tan consiente de mis faltas — las faltas — , sino de la magia derramándose desde el alma de Oceanía. Pero ese lugar no existe ya y tras mis párpados solo queda una proyección burda de imágenes sin sentido, una sensación vaga de pérdida y la leve tristeza de haber estado aquí solo y haberme ido solo de un lugar que solamente vi yo y no cabe en la bóvedas del Reina Victoria.
Siguen tiritando las luces a lo lejos.
El recuerdo va dando paso al sopor de la habitación.
Mañana intentare de nuevo.

Comentarios

Entradas populares