Ocho horas y media


Por el cielo angosto de los Estados Unidos se menea un avión conmigo adentro. Un acto que nunca me va a dejar de asombrar, creo, por audaz y por falta de respeto. Han encendido las luces, pero después de rogarle a los pasajeros que cierren las ventanillas porque otros quieren dormir y acercarnos a Londres lleva implícito mucho brillo.
A mi lado se lamenta Yaima de la peste del tipo de atrás y se unta pomada china para embarajar. Maya se retuerce hecha un ovillo a mi lado mientras juega a cortarle el pelo a No Sé Quién.
Es mirándola que me logro concentrar en otra cosa que no sean los sacudones del tubo aéreo en el que me he obligado a estar obligado a estar. Pestañotas atentas a cualquier movimiento en la pantalla, mente fresca y desinhibida, todo un espectáculo de la promesa. Minutos antes provocó la risa y la ternura de un chorro de pasajeros cuando, al vernos a Yaima y a mi pasar los teléfonos por el escáner que busca nuestros pases de abordajes restregó su iPad, llena de muñequitos por el aparato. Porque si.Y ellos se rieron y Maya, sin lío, se desbordó en carcajadas también. Aún después de las amenazas: pórtate bien o te tiro del avión. Es una maravilla esta chiquita.
Vengo leyendo un libro de Benedetti que cogí por error antes de salir. Inexplicablemente olvidé que ya había leído uno de los libros que más efecto tuvo sobre mi comportamiento cuando lo leí por ahi del 2010. En Atlanta - recuerdo ahora - me tiraba en una tina de agua tibia y discutía conmigo mismo al pasar por estas páginas. Algo había ahi que se reflejaba en mi y me daba vergüenza admitirlo. Esta lleno de personajes rotos y me habían robado las palabras de la boca. Ineludiblemente, el hábito de auto-flagelarse con la introspección y el análisis de lo que no se ha hecho ni se será ya es una de mis miserias favoritas. En Atlanta, entonces, propició el librito una de las crisis más agudas que he experimentado, por unirse a un estado de salud mierdero, a una soledad nueva y a un porvenir desatento y escandalosamente mediocre. Le tengo que echar la culpa al título del libro que es horriblemente aburrido y sinsabor. No me acordé y ya.
Es por eso que escapo de las páginas al embelesamiento de mi hija, que aun no conoce el desencanto. Que nunca ha sido la segunda en nada. Y me quedo ahi, como un bobo elucubrando artimañas para que nunca piense que el otro camino, el que no tomó, es mejor.
Benedetti habla brevemente del arte, dice que es eficaz y hábil, pero nunca legítimo. Un recurso que se usa para mentirse o mentirnos y eso le aterra. Quizá sea por eso que mis publicaciones no son best sellers: a mi no me aterra. Es más, me gusta.
Eso es parte de mi propio cinismo. Creo que todos nos coloreamos la realidad para sobrevivir. Un producto tangencial de sabernos vivos y finitos. Por ejemplo, aquí estamos suspendidos de dos alas de hierro, a treinta y dos mil pies de altura e insistimos en humanizar la tecnología a la que no le importamos un carajo. Le pintamos la cola a los aviones, los llenamos de lucecitas y nos regocijamos en la atención de una película boba, de una pijama o de un trago de alcohol para olvidarnos de la certeza de que en cualquier momento todo se acaba en gritos y asfixie. Y cómo no? Si no te mata el avión te mata la Madre Tierra, el cáncer, el hígado graso o tu propio corazón. Esa es la gran tragedia, no la muerte, sino que en el mejor de los casos, te mueres irrelevante y demente, nadando en tu propia mierda. No hay nada nuevo ahi, la vida, dice Benedetti, es una cansada progresión de sucesos repetidos. Ahi si estamos de acuerdo.
Me he vuelto un experto en colorear lo que me pasa; en parte por mi profesión, en parte por mi vocación. Le he sacado el jugo y he sido convertido a esa fé en ocasiones múltiples. Estoy convencido de que no hay nada más absolutamente humano que desfigurar la realidad para adaptarla a empujones a lo que imaginamos que debe ser. Basta ver a estos seres llenos de bufandas y brillos en los bolsillos, ostentando una belleza inventada y terca. Qué dirían si nos visitaran sin ese contexto de otro mundo? Nada disímil a las orugas que se envuelven en sus capullos.
Somos orugas, y a mucha honra.
Esa terquedad fue lo que nos sacó de la cueva, lo que nos puso en dos patas, en vez de cuatro, la que inventó el fuego y luego el abrigo y el pigmento y el lujo: Somos mejores que esto, que aquellos, que nosotros mismos. A mejorar pues!
Dice Benedetti que esa mentira le aterra porque quiere conocerse a si mismo lo más que pueda. OK. Aquí vemos a Maya, pasando sus muñequitos por el escáner sin un atisbo de cinismo, pero envuelta en la mentira. No importa la desilusión, importa la ilusión. Y si hago memoria, nunca estuve más cercano a mi mismo que cuando creía en todo como Maya. No es acaso el arte una ventana a nuestra propia ingenuidad? Al momento aquél en el que todo se valía porque todo era posible. No es la promesa? El espejo? No es esta la verdadera Maya, la que se esta quedando dormida en mi brazo? La Maya que viene, la de después va a ser una bola de nieve que se ira formando por los desencantos y el aprendizaje, eso es lo que somos todos, y como tal, le damos un poco nuestro a todos. Pero no es ella, pura, la de ahora? La de verdad?
Maya ha ido cerrando sus ojitos con su máscara de unicornio en la frente. Yo regreso al cuento y pienso que a la laptop le queda poca batería. Han apagado las luces y algunos se hacen los dormidos. El avión se menea otra vez.
Me quedan ocho horas y media aquí.

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